Doce años atrás. Ocho años de edad.
Corro a esconderme detrás de una columna de cemento que queda en medio del patio de mi escuela cuando mi profesor de educación física; un señor alto, de bigotes negros, con voz gruesa y carácter difícil dijo que la clase había culminado y que ahora los niños pueden juntarse a jugar fútbol mientras que las niñas pueden hacer lo mismo para jugar voleibol. Estoy escondido porque quiero ahorrarme el mal momento de ser elegido último cuando los dos mejores 'peloteros' de mi salón arman sus equipos y se pelean por los reyes del balón. Ya me han probado de arquero, de volante, de delantero y hasta de árbitro pero creo que a pesar de que soy campeón de atletismo de toda la primaria y que aunque me apodan 'la liebre Zagal', simplemente el fútbol no es lo mío.
Ellos me alientan y me dicen que uno no puede ser bueno en todo, y que por lo general los buenos en los deportes son malísimos para el estudio, que por lo menos yo soy bueno para ambas cosas, pero claro, exceptuando al fútbol.
Salgo de mi escondite porque falta uno y aunque no soy necesario me exigen acoplarme a la 'manchita' porque "puede pasar la directora y te verá sin hacer nada".
Los mismos doce años atrás y los mismos ocho años de edad.
Estoy libre de la escuela y es viernes por la tarde. Mis amigos del barrio saben de mis pocas habilidades con el fútbol pero igual han tocado mi puerta y le han dicho a mi mamá que me están buscando para jugar en la pista, y yo me puse feliz.
"-¡Qué bien. Le han dicho a mi mamá que han venido a buscarme para jugar fútbol en la pista! Estoy seguro que dirá que no. ¡¿Qué mamá deja a su hijo jugar en la pista?!
"-¡Alvaro, te buscan!".
"-Es el fin"-pensé.
No sé ni en qué posición estoy jugando ni quiénes son los de mi equipo, veo niños nuevos.
Soy buenísimo esquivando pases, no me gusta tener la responsabilidad del posible gol en mi, pero esta vez fue casi imposible evitarlo. Tengo la pelota en mi pies y a dos niños corriendo tras de mi, me pongo nervioso y no les quito la mirada. La pelota se me traba, es como si quisiera irse con ellos porque no aguanta mis pasos en zig zag, volteo a mirarlos y ¡zas!. Tengo a todos alrededor tratando de ponerme de pie luego de caer echado encima de una grada que separa la pista de la vereda. Me piden que me tranquilice, me dicen que mi pecho se abrirá nuevamente poco a poco.
"-¡Respira tranquilo!"
"-¡Alvaro, no te apures!"
"-¡Tranquilo por favor!"
Y desde aquel trágico momento decidí no volver a 'jugar pelota'.
Jamás quise desperdiciar mi tiempo viendo fútbol por televisión y mucho menos gastar mi dinero en ir a un estadio.
Le declaré la guerra al indomable fútbol.
Doce años después. Veinte años de edad.
Estoy sentado en el auto tratando de asimilar el vuelco de 180° grados en el que me he visto inmerso. Todo ha pasado muy rápido, la vida se está ocupando de sorprenderme cada día más y la verdad no sé qué es lo que quiere ni cómo es que esto acabará.
El auto se estaciona y bajo lentamente. Me pongo una camiseta de fútbol por primera vez en la vida y empiezo a caminar hacia la entrada de un estadio por vez primera, también.
El responsable de que yo esté ahí y de lo que viví ese día es mi jefe-amigo, socio y ex presidente del club deportivo, quien de pronto hace una llamada y me lleva a la puerta de la concentración de los jugadores aliancistas quienes se preparan para regalarle a sus seguidores el primer e inolvidable "Día del hincha blanquiazul".
Me recibe Waldir "el goleador histórico" Sáenz, o simplemente "Wally", a quien ya conocía con anterioridad personalmente. Me pregunta cómo estoy y yo hago lo mismo con él, luego se va saludar a sus compañeros no sin antes decirme en qué habitaciones estaban los jugadores del momento, los más reconocidos a nivel internacional en la actualidad: Paolo Guerrero, Claudio Pizarro y Jefferson Farfán. Converso con ellos algunos minutos y finalizamos con la imperdible foto del recuerdo.
Salgo y me siento en una banca de cemento que está en medio del patio de la concentración, respiro fútbol, fútbol puro y esta vez no me falta el aire. Sonrío y me seco el sudor de la frente que me produce recordar todos mis momentos peloteros. Hago una mirada panorámica para convencerme de que en realidad estoy rodeado de futbolistas nacionales e internacionales y aún no termino de creer que sea yo, el último seleccionado del equipo en la escuela, quien tenga el privilegio de ver a los más grandes tan de cercas, tan sencillos y 'normales'.
Escucho que los jugadores ya tienen que ir a los vestuarios, por lo que me despido del goleador histórico. En realidad ya era demasiado tarde, tras la puerta había un mar de seguidores que rogaba por una foto de su estrella favorita y una centena de periodistas que se peleaban por al menos una declaración de algunos de ellos. No tenía otra opción, salí con todos ellos.
Jamás viví tan de cerca tanta algarabía.
Una algarabía que me gané gratuitamente, que no era para mi, pero que la viví como tal. Un cordón de seguridad nos abría paso y a medida que iba avanzando mis nervios iban creciendo, pues ya casi no veía suelo, todos estaban vueltos locos e invadían el espacio destinado para el pase de los jugadores.
Jamás viví tan de cerca tanta algarabía.
Una algarabía que me gané gratuitamente, que no era para mi, pero que la viví como tal. Un cordón de seguridad nos abría paso y a medida que iba avanzando mis nervios iban creciendo, pues ya casi no veía suelo, todos estaban vueltos locos e invadían el espacio destinado para el pase de los jugadores.

Un verde intenso que veía y olía por primera vez en mi vida. Arengas incansables desde la tribuna sur, un estadio repleto que no dejaba de resonar los íntimos corazones y que empezaba a teñir el mío de blanquiazul.
De pronto, gracias a la ayuda de uno de los organizadores del evento, ya estaba dentro de los vestuarios:
Lugar sagrado.
Entré tímidamente y se respiraba un olor mentolado al que quería ponerle un nombre. Empecé a revisar las carpetas llenas de información en mi cabeza y hasta la papelera de reciclaje para ver si alguna describía aquel olor, pero solo encontré "charcot", un término que por ahí alguien me había aclarado.
Todo es tan normal. Todos son tan normales. Todo es tan real. Había realmente un sentimiento común entre ellos, el cual yo desconocía complemente porque estaba infestado por aquellos que nunca han vivido una experiencia como la que yo estaba viviendo en esos momentos.
Recordé entonces que la televisión distorsiona a veces la realidad, una que en muchas oportunidades se queda impregnada en nuestras mentes porque no conocemos la veracidad de las cosas.
Luego de verlos calentar y reencontrarse en un fraterno abrazo a muchos de ellos, llamaron a todos para orar y encomendarse al Señor de los Milagros como lo hacen siempre antes de cada encuentro. Y mientras yo iba repitiendo la oración terminaba por convencerme de que todos bajo la misma camiseta y con el mismo sentimiento estaban reviviendo momentos que desde hacía mucho no tenían juntos.
Mi mente recordaba vídeos vistos de las concentraciones de equipos blanquiazules años atrás y el escenario era el mismo, el sentimiento no cambiaba y no importaba cuánto más lejos haya llegado uno que otro, lo que importaba es que todos estaban juntos disfrutando la compañía mutua, una alegría desbordante y ese amor que se dividió en blancos y azules que terminó flechando hasta en ese momento mi incoloro corazón.
AZM